FUNDIDO A NEGRO. LA GLORIA Y EL INFIERNO DE UNA GENERACIÓN

RAFAEL VALLBONA

 

ARCHIVO | El presidente de la Generalitat, Artur Mas, recibe una camiseta de la presidenta de la Asociación Nacional Catalana (ANC), Carme Forcadell, por la Via Catalana hacia la independencia del Once de Septiembre de 2013
ARCHIVO | El presidente de la Generalitat, Artur Mas, recibe una camiseta de la presidenta de la Asociación Nacional Catalana (ANC), Carme Forcadell, por la Via Catalana hacia la independencia del Once de Septiembre de 2013

Capítulo 7. Hacia una nueva realidad

En el umbral de los baby boomers, José Montilla (1955) gobernó al margen de la política (actitud que, precisamente, define a los supervivientes en política). Con un perfil de presidente de diputación llamado a Palacio para inaugurar obras e invitar a meriendas, tuvo el honor de estrenar los últimos hospitales que se han construido en la Cataluña metropolitana, y el escaso mérito de cortar la cinta de un aeropuerto sin aviones; quiero decir, que su gloria se reparte al cincuenta por ciento. Con ese carácter amansado, el ex alcalde de Cornellà solo hizo que propiciar el retorno al poder de Convergència, cosa que sucedió en las elecciones de noviembre de 2010. Un año más joven, Artur Mas (1956), fue pionero de la generación mayoritaria del cambio que llegaba a la presidencia de la Generalitat. Con pose de pijo de la época de la Cota 74 (paradigma de los chicos acomodados de aquella quinta) y discurso profundamente neoliberal y épicamente patriótico deslumbró a muchos de sus coetáneos que, por la edad y las cornadas de la vida, ya empezaban a ir justos de vista, algunos de razón, y la mayoría de bolsillo; porque los embates de la crisis, como siempre, se estaban encarnizando en la sufrida clase media.

Mas triunfó gracias a dos ideas: a) España nos roba, y b) esto no ha ido bien; relativas al déficit fiscal de Cataluña y a la negativa del presidente español, Mariano Rajoy, a negociar un pacto fiscal. Con un relato respaldado hasta el cansancio por los medios de comunicación propios y los afines por subvenciones, mucha gente de buena fe, castigada con crueldad por la crisis o no, fue creyendo gradualmente en la epopeya política de un aprendiz de marinero que se postulaba como gran timonel capaz de llevar al país a las más altas cotas de libertad nunca conseguidas. Con ese titular y ningún argumento repitió victoria electoral en 2012, dos meses y medio después de la primera gran manifestación por la independencia de Cataluña.

Frente a la multitud que se manifestaba contra los recortes, Mas decía: «minorías muy ruidosas intentan impresionar e introducir dudas a las mayorías silenciosas«. Estas mayorías mudas le reían las metáforas náuticas al tiempo que agitaban la estelada azul mientras su gobierno les iba recortando los servicios públicos por los cuales al menos dos generaciones, habían luchado. Entre 2010 y 2014, la inversión en sanidad cayó en 1.300 millones. Pero eso, a mucha gente, que en aquel tiempo estaba aún muy sana, se ve que le importaba poco, y si le importaba culpaba de ello Madrid; lo que contaba era hacer camino hacia Itaca (eso sí, sin haber leído nunca ni a Homero ni a Kavafis; ¿por qué, si el héroe ya nos guía?).

A finales de los setenta solo había algunos jóvenes independentistas. Eran chicos y chicas catalanohablantes, cuyo ideario consistía en un socialismo a la cubana con una fuerte carga cultural, herencia de los últimos bastiones del catalanismo radical hijo del Mayo del 68 y del legado de Estat Català (Frente de Liberación de Cataluña, PSAN) y de unas cuantas lecturas mal entendidas de Joan Fuster o Rosa Luxemburg. Pero todo ello se movía más en el terreno de la mitología juvenil que no en el de la praxis política. A mediados de los ochenta, el gobierno Pujol les enviaba la policía cada Once de Septiembre cuando se reunían en el Fossar de les Moreres. No era que alborotasen ni creciesen demasiado peligrosamente, era que el presidente les quería recordar que allí mandaba él, y que la única forma políticamente válida de ser nacionalista era ser convergente.

Como que tanto él como sus coetáneos (que no compañeros) de estelada con fondo amarillo se habían hecho grandes, Mas calculó que se les habría evaporado el furor comunista. Si caían estos, el resto, los que nunca habían tomado partido por nada, serían presas fáciles; y así resultó ser. Avivó las brasas del catalanismo con las premisas (a y b) ya expuestas, y ganó tres elecciones, se cargó el estado del bienestar y, de pasada, fundió la vieja Convergència para ahorrarse responsabilidades personales y penurias financieras en todos los casos de corrupción; como quien envía un coche al desguace para ahorrarse pagar las multas.

El círculo abierto con la acusación de Maragall «ustedes tienen un problema que se llama 3%», se cerraba. La política había dejado de existir del todo y la mayoría de catalanes alrededor de los cincuenta años ni se habían dado cuenta; es más, estaban convencidos de que las cosas iban totalmente al revés: que ahora empezaba su (y estrenada en muchos casos) vida política. Una realidad nueva y, por fin, gloriosa. Un futuro de sueños y canciones; más que política: inteligencia emocional, autoayuda. Fe.

No hace demasiados días vi a Artur Mas en TV3. Hablaba de la crisis del coronavirus como si él no hubiera tenido nada que ver. Es más, con una barba de falso intelectual socialdemócrata, hablaba con un tono de inconformista ex cátedra, como si no hubiera sido él quien recortó el sueldo de los trabajadores de la sanidad un 12%. Seguro que muchos de sus compañeros generacionales encontraron juiciosa su intervención, que Mas siempre toca con los pies en el suelo. Eran los mismos que, cuando la CUP lo despachó, creyeron en un iluminado que les hizo soñar en tortillas sin romper los huevos.

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