RAFAEL VALLBONA
Capítulo 9. La agonía tiene forma de gripe
El jueves 12 de marzo por la tarde anuncié a mis estudiantes de la universidad que se suspendían las clases, que volvieran a casa y que, a partir de la semana siguiente, las haríamos online. Se quedaron estupefactos y me acribillaron a preguntas que no supe responder: ¿tan grave es esto del coronavirus? ¿Será por muchos días? ¿Cómo seguiremos las clases desde casa?
Tenía frío al llegar a Premià aquel anochecer; era la sensación helada que provoca la incertidumbre de no saber hacia dónde iría la vida el día de después. No tenía respuesta a ninguna de las preguntas de los estudiantes, y tenía aun muchas más cuestiones sin respuesta que me daban vueltas en la cabeza, algunas de las cuales todavía no me he atrevido a decir en voz alta. Sentía el vértigo, pero era incapaz de ver hacia dónde me precipitaba.
Al día siguiente hice una larga salida en bici. La sierra litoral lucía una espléndida verdor casi primaveral, y los niños jugaban en los columpios de la plazoleta de Òrrius contentos y sorprendidos por el inesperado día de fiesta. La vuelta me serenó. Ni yo ni nadie sabíamos qué pasaría, pero confiaba en la red de seguridad que habíamos ido tejiendo con años de esfuerzos: estábamos sanos, teníamos buenos trabajos y el rinconcito que el padre siempre decía que hacía falta tener por si un dolor de barriga. Los primeros días trabajé muchísimo para adecuar con urgencia la metodología académica. Estudiantes, profesores, informáticos y el personal de administración de la universidad no dudaron ni un instante en hacer todo lo necesario para continuar la vida académica desde casa. Las jornadas eran largas, agotadoras y cargadas de dudas, pero todos habíamos entendido que hacía falta superar ese escollo; había algo más en juego que un curso, era todo el modelo de sociedad que nos habíamos dado, y por el cual habíamos luchado con coraje y drama casi durante cuarenta años, el que, de pronto, estaba en entredicho, colgaba de un hilo. No pensaba en nada más aquellos primeros atardeceres, fríos y lluviosos, arrimado a la chimenea con la mirada perdida en el vaivén errático, pero firme, de las llamas.
Puse en orden la biblioteca, clasifiqué los archivos del ordenador, me inventé un festival de poesía online, releí muchos libros que siempre había querido revisitar y me fui empequeñeciendo enfrente de la gravedad de la pandemia hasta convertirme en un sucedáneo de personaje de Kafka. Diariamente, en dosis de mediodía y noche, asistía atónito a unas conferencies de prensa donde políticos de todas las administraciones y colores se enfrentaban en una campaña electoral gratuita y sin límite. Uno culpaba al otro y ninguno admitía ninguna responsabilidad en la devastación de la sanidad pública que, ante la enorme crisis, zozobraba faltada de todo. El día en que alguien inventó eso de aplaudir a los trabajadores de la sanidad a las ocho de la tarde, más de un dirigente respiró: «mientras los ciudadanos los homenajeen nos ahorraremos devolverles el salario que les quitamos», debían pensar.
El frío y la oscuridad de marzo fue dando paso a los días claros y tibios, pero los ánimos no iban con el tiempo y el coraje menguaba. Lo mejor que había salido de la gente las primeras semanas, decían los medios, ahora daba paso a lo peor, es el sino de la condición humana: los vecinos se convirtieron en delatores, e ir por la cale en un delito denunciado y perseguido por la policía (es decir, avivado por el poder público). Los discapacitados psíquicos se pusieron un brazalete azul, como los judíos la estrella amarilla durante el nazismo. Los residentes pretendían expulsar de la escalera y el barrio a aquellos que trabajaban en hospitales, e incluso supermercados, por miedo al contagio. Y los políticos continuaban con su ruidosa e inútil brega ignorando que, en Portugal o en Grecia (con la sanidad tan desmantelada como aquí) la unidad política de acción había sido ejemplo para la ciudadanía, que así había respondido con ejemplo y seriedad. Pero aquí ni caso; aquí todo el mundo sabe más y todos somos más sabios y chulos. Y así nos ha ido. A 22 de mayo hay casi 28 mil muertos en toda España. No habrá ningún responsable de esta masacre.
Dos meses y medio después de aquel jueves de marzo el miedo ha hecho más daño que el virus, este ha sido el gran éxito de la gestión política de la crisis. Los tribunales autorizan manifestaciones de la extrema derecha y la policía detiene a los activistas de izquierda que salen a la calle. Puede parecer una paradoja, pero yo lo veo como el síntoma de una agonía letal que acaba con la muerte de una era de esperanza.
Próximo capítulo como epílogo. ‘No future’; el punk filosófico
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