RAFAEL VALLBONA. Recibir un correo de una estudiante con una foto del bar Las Delicias y una sola frase «buenos días desde uno de los escenarios de Últimas tardes con Teresa», es una de esas pequeñas cosas que te hacen creer que hay futuro. Tres meses atrás, la estudiante que aquel día legañoso había subido hasta el Carmel tras los pasos del Pijoaparte jamás había oído hablar de Juan Marsé. Leyó la novela por obligación, qué se le va a hacer, y algo cambió en su débil percepción de la realidad; algunas preguntas sin respuesta en Google surcaron su mente, y quizás por ello decidió acudir al lugar de los hechos. Ahí nace el poderío de la novela.
Cuando Marsé escribió Últimas tardes, Barcelona ya era una ciudad de novela. De El Quijote a La plaça del diamant pasando por Vida privada, Diario de un ladrón, Nada o Un senyor de Barcelona, sus calles y caminos, sus cafés y su gente ya habían interpelado a los lectores demostrando ser un excelente material narrativo y humano. Tras regresar de una estancia no siempre satisfactoria en París y publicar Esta cara de la luna (novela de la que renegó), el escritor descubrió que los mejores elementos para su literatura los tenía en su ciudad y en su barrio; y a este proyecto entregó su obra y su vida. El primer fruto, Últimas tardes con Teresa (1966) es hoy, cincuenta y cuatro años después y en tiempos de brutales desigualdades sociales, una de las novelas que mejor retratan la cambiante sociedad barcelonesa; la del franquismo y la de hoy.
Por eso la estudiante subió al Carmel esa mañana y, tras comprobar con sus propios ojos que la historia de Manolo Reyes y Teresa Serrat es también la de la ciudad de sus padres y abuelos y la de la Barcelona que ella contribuirá a construir algún día, es decir, la historia de su linaje, comprendió porqué le había impactado tanto y de forma tan inesperada la lectura del libro. Entró en el bar, pidió bravas, chocos y una caña, escrutó el local con la esperanza de encontrar en un rincón unos viejos jugando al mus, sacó el móvil y mandó el correo a su ex profesor.
La capacidad de retratar escenarios urbanos, épocas y clases sociales hasta convertir a la ciudad en protagonista, confiere una dimensión colectiva a la novelística de Juan Marsé, la transfiere de lo local a lo global para grandeza y gloria del género. Del Carmel y El Guinardó al mundo, así los personajes y las historias del autor de La oscura historia de la prima Montse, Teniente Bravo, Si te dicen que caí, Un día volveré o Ronda del Guinardó son hoy estereotipos literarios que han proyectado el nombre de Barcelona más allá del tiempo e incluso de los turistas que acuden en masa al Parc Güell o a las cercanas antiguas baterías antiaéreas del Turó de la Rovira, uno de los mejores miradores del mundo de Pijoaparte.
Claro que, mucho antes que a esa joven aprendiz de comunicadora, que se dice ahora, las novelas y los personajes de Marsé ya habían interpelado a miles de lectores en todo el mundo. El propio viejo profesor al que envió el correo ya había vivido bastantes años atrás una sospechosa transmutación pijoapartesca: una tarde veraniega, casi en el claroscuro que impone el ocaso, se descubrió a si mismo bajando en moto por la carretera del Carmel hasta la plaza Sanllehy para callejear después por un adormilado barrio de Sant Gervasi a la búsqueda, ai las!, de alguna fiesta particular en un desvencijado chalé de aires sesenteros.
Es en esa extraña comunión que se da frente a la página impresa donde se fragua la dimensión real de una novela. En ese punto, las obras de Juan Marsé, como antes hicieron Mercè Rodoreda, Josep Maria de Sagarra, Jean Genet o Carmen Laforet, construyen un imaginario colectivo que no entiende de épocas, y que se transfiere de lo pequeño (que más pequeño que el Carmel, la plaza del Diamant o el piso del número 36 de la calle Aribau) a lo universal. Es eso, y poco más, lo que convierte a una novela en el reflejo de una ciudad, y a una ciudad en un archivo de cultura y civilidad con el que construir un futuro más digno.
Con la memoria de una infancia y juventud difíciles, con el trauma de una sociedad convulsionada por la posguerra y con la esperanza (que a menudo descubre imposible) de una transformación durante los últimos estertores de la dictadura, Marsé ha hecho de su obra el gran libro de la Barcelona de la segunda mitad del siglo XX. Tras el angustioso corte de la guerra, la obra de Marsé contribuyó a encarrilar el relato novelesco de Barcelona, lo proyectó a la modernidad y consiguió lectores y prestigio para el relato de la ciudad.
García Márquez y Vargas Llosa descubrieron la capital, y tiempo después llegaron Vázquez Montalbán con su Pepe Carvalho y Mendoza con La ciudad de los prodigios. Hoy, la lista de obras y autores que hacen de Barcelona una ciudad de libro ha crecido en nombres y historias.
Eso, la estudiante que se zampa una de bravas y dos quintos en el Delicias a la memoria de la Teresa Serrat contemporánea que aspira a ser, no lo sabe aun pero ya lo descubrirá. Ahora la novela habita en ella, y comienza a despertar al poder omnímodo que tiene la narración para entender el mundo. Storytelling lo llaman a eso ahora.
Visitas: 548